Antes
de que llegue la aeronave que recoja el cadáver de la criatura,
salgo corriendo para recuperar las mochilas, a pesar de vacilar unos
instantes. Al acercarme compruebo que el niño está cubierto de
moratones y que, efectivamente, no respira.
La
imagen del cuerpo destrozado me provoca una gran sensación de
angustia y sobre todo, culpabilidad. Aquellos ojos vidriosos que me
observaban en la sala de entrenamiento, ahora no tienen brillo, se
han apagado.
Me
doy cuenta de que le aerogenerador se está aproximando, pero mi
equipaje se encuentra oculto bajo el frágil cuerpo. Unas lágrimas
de rabia e impotencia se me escurren por la mejilla, el aerogenerador se
encuentra sobre mi cabeza y está soltando el gancho para recoger el
cuerpo.
Horrorizado
le doy la vuelta justo a tiempo, y recojo mis posesiones justo cuando
el cadáver de aquel niño inocente al que no conocía se aleja en el
cielo, hacia el interior de la aeronave. No puedo culparme, la culpa
de todo esto no es mía, es del Capitolio.
Sigo
avanzando hacia ningún lugar, dispuesto a ver que habrá al final de
esto, deseo que haya un precipicio al que lanzarme y desaparecer de
esta pesadilla, pero pienso en mi abuela y en que debo hacer ganar
por ella.
Me aferro a la mochila como al último rayo de esperanza en este infierno terrenal, y me alejo corriendo sin mirar atrás, intentando escapar de la pesadilla
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